Probablemente no pase nada. Probablemente te entregues en piel y sangre al inevitable vacío donde todas nuestras respuestas se encuentran ausentes, esa estela un tanto asfixiante que deja la pregunta al aire mientras busca lo que desesperadamente creemos necesitar para soltar con pasividad el aire que retienen ansiosos nuestros pulmones, ese lugar al que llegamos de forma solitaria aunque esté tan lleno de personas capaces de ser empáticas las unas con las otras, pero incapaces de saber que existe esa posibilidad. Probablemente seamos víctimas de nuevo de nuestra propia decepción, tal como si estuviéramos viendo esa película tan emocionante que no para de motivarnos expectativas y acumularnos misterios para que al final todo resulte en una explicación floja como que todo fue un sueño, como que todo simplemente sucedió porque sí y no hay más. Nunca hubo más. Lo siento. Y así, con nuestras ilusiones rotas, nos toca aceptar la realidad e intentar dejar ese episodio de decepción en una cajita de madera con candado, bien escondida en algún cajón que sabemos se caracteriza por su función única de guardar, jamás de sacar para recordar. Probablemente entonces, cuando nuestra inspiración sea fruto de la impotencia de querer cambiar las cosas a nuestro alrededor, las injusticias y todo aquello con lo que no estamos de acuerdo y nos revienta las venas del coraje, probablemente sólo logremos el desahogo y ya. Y cuando hagamos lo que tengamos que hacer para descargar toda esa mezcla de ansiedad y rabia, nos daremos cuenta que llevamos ya rato acumulando emociones y preocupaciones en nuestra nube personal que sólo logra abrumarnos y nublarnos la positividad. Y entonces llega la pregunta; el trampolín hacia el vacío: ¿qué caso tiene? ¿Realmente qué puedo cambiar desde mi diminuta individualidad? Porque el problema nos rebasa, y no sólo el problema en sí sino todos los problemas, y entonces nos percatamos de la bola de nieve que no ha parado de crecer y que tal vez nunca lo haga. Y entonces me pregunto; ¿por qué seguimos creando?, ¿para qué intenciono mi arte, mi esfuerzo y mi trabajo? Y, ¿por qué es importante seguir haciendo lo que hago con la intención latente de cambiar las cosas? Sencillamente porque el “silencio es complicidad”.
Hace unos días me topé con una fotografía donde la artista Olivia Steele, intervino un edificio en la Ciudad de México, con un letrero neon mostrando esta frase. Desde ese día no la puedo quitar de mi cabeza. Y entiendo entonces que es justo eso lo que me saca del vacío. Voy a hacerlo, aunque “no cambie nada”, porque de lo contrario soy cómplice y parte del problema, de lo contrario sólo le abro las puertas a la bola de nieve y le digo: pasa, sigue creciendo, que aquí el camino es libre y yo no te pongo obstáculos. Pero sé que al dejarle pasar, dejaría mojado el camino, listo para hacerme resbalar aún más rápido hacia el vacío, y entonces surge esta necesidad de crear y decir algo. Y si ya voy a hacerlo, ¿por qué no otorgarle entonces toda la intención de cambiarlo todo? ¿Qué pasaría si por un momento jugamos a soñar que es posible? ¿Qué pasaría si nos mentimos un poco? Para descansar en la esperanza de que a partir de nuestra creación artística, a partir de nuestro trabajo, todo va a cambiar, mágicamente vamos a voltear hacia el futuro y vamos a ver cómo camina nuestro arte, tocando personas a su paso y dejándoles pequeñas manchas de realidad que antes no habían tenido el privilegio de pertenecer a su entorno más cercano y por lo tanto las habían ignorado, y entonces sentirán la incomodidad de la realidad, obstruiremos juntos la zona de confort y nos ayudaremos unos a otros a observar lo que no habíamos podido alcanzar a ver, porque precisamente la bola de nieve nos sobrepasa tanto que sería imposible poder visualizar y atacar todo desde la individualidad, y por eso es tan mágico entonces cuando vemos que el vecino nos extiende la mano y nos dice: no te preocupes, yo me encargo de hacerle ruido a este cachito de mancha, gracias por hacerte cargo de tu cachito, y así entonces ya sumamos dos cachitos, y mientras nuestro arte sigue caminando y compartiendo incomodidad, nosotros estaremos ya pensando en el siguiente paso, porque si ya nos rebasó, no habría porqué perder más ventaja, no habría porqué descansar en la conformidad, y tal vez más pronto de lo esperado, nuestro arte topa pared o simplemente se pierde en su rumbo y no queda más, y no hay más personas que lleguen a conocerlo, o tal vez ni siquiera fueron mil ni cien, sino una o dos que pudieron simplemente pasar de largo, quitar el brazo con reflejos extraordinarios para evitar la mancha y nunca enterarse ni inmutarse ante lo que tenías que decir, ¿y quién lo va a saber? ¿Qué tiene más peso en la balanza de la creación; el correcto efecto utópicamente garantizado o la pura intención de causar algo? ¿A qué pregunta valdrá más la pena permitirle el paso para dejarnos llevar por su estela hacia el vacío; la del hubiera, o la del efecto incierto?
Pues fue ahí, fue rumbo al vacío, donde lo entendí y escogí mi propia respuesta, adopté el ideal y asumí cualquier riesgo de estar equivocada al entregar mi mayor intención y mi mayor emoción, creyendo que entre más grande sea, mayores las probabilidades de hacer ruido. De cambiarlo todo.
«¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso»
Roberto Bolaño