Como seres motivados por el anhelo, buscamos siempre obtener aquello que más deseamos y la energía que ponemos en ese deseo, muchas veces nos empuja a percibirlo al alcance de nuestros dedos, pero entonces, al momento de estirar el brazo, es esa misma energía la que nos convierte en presas del engaño de la perspectiva. Resulta que no es tan fácil llegar. Tal vez precisamente por eso, deseamos con tanta energía aquello que se nos viene a la mente cuando pensamos en “nuestro mayor anhelo”; por la dificultad de obtenerlo. Y si hablamos del deseo entendido como “aquello que nos falta”, sugiriendo una falta de libertad por nuestra atadura a dicha falta, según la teoría de Jacques Lacan, podríamos pensar que siempre nos faltará algo más y por lo tanto estaremos condenados por siempre a ser pequeñas fábricas de deseos con piernas y brazos. De esta forma nos encontramos ante una dualidad en la capacidad de causa y efecto del deseo; ¿nos define como seres libres de elección o como seres totalmente predestinados? Y en la espera de una respuesta tan absoluta como imposible, nos balanceamos entre el aferramiento por el conseguir y la quasi aceptación de la falta concebida. Y justo en ese espectro alrededor del balance, aprendemos a intentarlo. Intentar conseguir. Porque el intento por sí solo conlleva una concepción de falla y otra de logro. Y en nuestra búsqueda por la felicidad y por una aspirada calma que descansa en el entendimiento del sentido de nuestra vida, es donde nos encontramos al amparo con la cara del intento.
Tal vez entonces nuestra vida sea sólo una secuencia finita -finita así, sólo por su dependencia a nuestra existencia- de intento tras intento. Y si ello nos evoca una sensación de angustia por la incertidumbre de su conclusión, nos puede llegar a evocar -tal vez sólo hasta cierto punto- otra posible sensación de motivación. Es ahí donde probablemente podamos encontrar un sentido provisional mientras nuestra psique sigue buscando el sentido final o real de nuestro estar. Aferrarnos, a través de la energía suscitada por la propia obstinación con nuestro gran anhelo, a vivir de la repetida ejecución de la acción con determinado propósito. Casi como si el intento fuese sólo una distracción ante lo abrumador de la incierta materialización del deseo, nuestra condición faltante nos impulsa a redescubrirnos por capacidad propia provocando nuestra formación de criterio y personalidad. El propio intento se convierte en el logro de algo más, algo que tal vez ni siquiera estábamos persiguiendo. Y con esas sorpresas adquiridas, nos construimos y nos adaptamos en torno a nuestras experiencias e interpretaciones propias de los intentos como -según decidamos- fracasos o logros. Tal vez los límites del foco de nuestra atención estén tan bien definidos que nos imposibiliten la noción de una distinta realidad a lo concebido como utópico. Y tal vez, sólo tal vez, si escarbamos un poco en lo concebido como distópico, encontremos la resolución de un deseo que nunca tuvo que existir en primer lugar por su falta de concepción de falta, y simplemente se manifiesta en su siguiente etapa de transformación que se nos presenta como satisfacción. La satisfacción por la obtención de un logro, a pesar de no haber reconocido nunca su deseo causal.
Personalmente me inclinaré más a pensar que el deseo como tal de lograr algo en específico a lo largo de nuestra vida, tendrá más un efecto de dependencia en nosotros hacia nuestras acciones, que de libertad de elección. ¿Hasta qué punto elegimos lo que deseamos? O, ¿hasta qué punto no deseamos realmente lo que creemos desear? Y entonces, ¿por qué creemos desear lo que creemos desear? Es también aquí donde me inclinaré a pensar, en búsqueda de mi propio balance, tal vez, que el mayor acercamiento a la idea de libertad la podremos encontrar en el puro intento por llegar a donde sea que queramos llegar. Porque todos tenemos sueños y anhelos que nos erizan la piel y nos sorprenden a través de una mirada perdida y el pensamiento ni se diga. Aquello que soñamos con lograr, con obtener para ayudarnos a otorgarle el tan buscado sentido detrás de nuestra presencia impermanente. Una presión por hacer y lograr, constantemente alimentada por el correr de un tiempo que tiene todo lo que nosotros no tenemos de libres. Y en esa incógnita de la existencia de la libertad, podemos buscar apuntar a una mejor y mayor consciencia de lo que hacemos y las razones que arrastramos detrás para constantemente cuestionarnos nuestras propias ideas y concepciones de la realidad. Y es ese cuestionamiento el que probablemente nos acerque más a una constante reformación de actitudes y acciones que nos permitan evolucionar con cada intento y acercarnos, a través de esa versatilidad, al logro real de nuestro mayor sueño. Un sueño que muy probablemente, como consecuencia de nuestra consciente transformación, se termine transformando también, y entonces así podríamos llegar a creer que jugamos victoriosos a burlar la prisión del deseo. Tal vez eso sea la libertad: vivir al borde del intento.