Vísceras narrativas de la canción

Cuando supe que murió sentí una angustia incontrolada. Es curioso notar aquella angustia por alguien que realmente no conoces, considerando que el pesar tras la muerte de alguien nace de cierto apego hacia dicha persona -o lo que conlleva-. Es el infinito misterio que guarda la muerte y su acompañante idea de desaparición absoluta de la existencia física de determinada persona, lo que asusta. Ese, no lluvia, sino granizo de cuestionamientos y pensamientos que nos envuelven en la carencia de respuesta o incluso significado, es muchas veces lo que nos ata al dolor. La percepción del nunca. Nunca te volveré a ver, a escuchar, a sentir. El luto es, en parte y de forma cruda, consecuencia de un egoísmo lastimado por la imposibilidad de satisfacer una necesidad -no orgánica- de recibir un algo de un otro. Y, ¿qué sucede entonces cuando sufrimos la pérdida de personas con las que ni siquiera tuvimos interacción recíproca? Llámense artistas, para el presente caso.

Cuando leí la noticia de que Chester Bennington, uno de los artistas que más marcaron mi gusto musical a temprana edad, había muerto, sentí una rara presión en el pecho y una latente angustia por una realidad que no estaba en mis manos modificar. Y, a pesar de que no hay un sufrimiento como tal relacionado, independientemente de que para ese entonces ya mis gustos habían evolucionado a algo más, cada que pienso en su muerte revivo una preocupación: nunca volveré a escucharlo en vivo, por el gusto del recuerdo y lo que marcó en mi adolescencia. ¿De dónde nace la concepción de esa carencia? De su música, claro está, pero hay algo más que simplemente “la música” no puede describir, y es el apego emocional tan personal que desarrollamos al sorprendernos con sensaciones específicas, reflejadas en ocasiones con un cosquilleo por la piel erizada. La música para mí, y para muchos sin duda, siempre significó un medio de escape, un botón de pausa a la realidad. Así acudí siempre a ella como se debería acudir a un terapeuta. En ocasiones incluso me atreví a querer tocar un instrumento, a querer cantar y ser parte del mundo creativo, tan mágico, de la música, sin nunca poder lograrlo, tal vez simplemente porque mi pasión estaba más inclinada a la sorpresa del descubrimiento desde el papel de audiencia, de aquel que escucha, admira y aspira, nada más.

 Y años después, conforme convivía con artistas músicos en alguna etapa específica en mi vida donde las circunstancias se prestaron para ello, aprendí -que siempre supe- que no sé nada sobre la música, a pesar de amarla. Tal vez a ello se deba mi admiración; a que no la entiendo y tendemos a amar lo incomprensible, ¿no? Pero luego pienso que si realmente fuese así, naturalmente hubiera persistido, desde años atrás, en mis intentos por aprender a tocar un instrumento, a hacer música. No lo hice. Mi hambre de creación artística tendió casi naturalmente hacia la narrativa de ficción, llámese literatura o cine. Desde niña siempre busqué contar historias, con toda la torpeza narrativa de quien no sabe lo que hace pero con toda la entrega y pasión de quien simplemente sabe lo que quiere hacer. Mi formación audiovisual me llevó a entender las historias con el fundamento de la estructura, sin reglas específicas ni monopolio para la forma, sólo la construcción, personal y única, de un fundamento constantemente sustentado e integral que soporte la narrativa en cuestión. Y la música, independientemente de lo que “cuente” su letra -porque hay la que ni cuenta con una-, es también una narrativa.

Así, en mi búsqueda por comprender la música desde mi nula capacidad musical, decidí probar a entenderla mejor desde lo que soy; una espectadora con tintes de escritora. Y desde mi formación audiovisual, hice un pequeño descubrimiento personal. Hay canciones que me simulan un buen cortometraje, un buen cuento, en fin, una buena historia y, repito, no por su letra que hemos de dejar de lado por un rato para no confundir. Me gustó pensar por un momento que si fuera yo músico, podría probar a construir una buena canción como si estuviera construyendo una historia con inicio, desarrollo y desenlace. Descubrí que las canciones que suelen gustarme más, tienen, a mi imaginación, su propio protagonista -tal vez un piano constante que define la espina dorsal de la canción-, su conflicto -la súbita interrupción del piano con una batería que no había aparecido antes y busca robar protagonismo por unos momentos de intensidad sensorial-, su desarrollo -la repetición de un coro o el tramo instrumental que te prepara para el gran final-, su clímax -la creación de la expectativa en el público, con un silencio antes de la explosión musical o el constante incremento en la intensidad de un acorde para su súbito cambio de composición musical- y su desenlace -la ruptura después de la tensión, la sorpresa y la satisfacción final que te hace darle “repetir” una y otra vez-. ¿Te imaginas lo envolvente? A final de cuentas estamos rodeados por historias, discursos que constantemente están narrando algo a alguien, y las canciones no son la excepción. Viven en nuestra fascinación con sus propias vísceras de estructura para contar algo, no siempre una historia lineal o tradicional, pero en muchas ocaciones sí como una emoción o una idea en particular.