Nacer niña en México

Hace varios años nació en México una niña rebelde. Pedía a gritos su libertad, tal vez muy atropelladamente cuando a su corta edad no contaba con una independencia que la escudara, aunque fuera un poco, del mundo y sus autoridades. Sin embargo, siempre encontró la forma de convertir los obstáculos que se encontraba en oportunidades para probar su valentía, aunque fuera poca, según ella. Era capaz hasta de retar a las tormentas del cielo con toda la fuerza de su garganta para probar justicia y defender su integridad. Ese era su superpoder; no adquirido, sino inventado. Pero siempre creció con esa fuerza interior por exigir lo que merecía y defender con todo su coraje lo que creía justo e importante. No paraba de usar su superpoder para reclamar respuestas lógicas que le hicieran entender porqué le decían que algo estaba mal, que sentarse con las piernas abiertas no estaba bien para ella, que debía ser educada y saludar de beso en el cachete aunque no quisiera, que debía simplemente guardar silencio y respetar cuando se le corregía o se le indicaba qué hacer, que muchas opiniones no estaban permitidas y contradecir no era propio de una señorita, que tenía que cuidarse y vestirse decente para que pudieran valorarla y respetarla, que si le gritaban en la calle lo mejor era apartar la mirada y cubrir mejor su piel para prevenir, que si la tocaban sin su consentimiento seguramente era porque anduvo insinuando o dejó una puerta abierta, que sería una estúpida por quedar embarazada, una fácil por tener sexo y que si, después de todo, la destrozaron por llamarle zorra o puta fue únicamente porque no hizo caso a todo eso que se le dijo estaba mal para ella. Y no fue sino hasta que tuvo la madurez suficiente para empezar a darle forma a sus cuestionamientos y construir sus propias respuestas, que reconoció el frenesí que iba creciendo exponencialmente dentro de su pecho y le quemaba desde las costillas hasta la garganta como en una urgencia física por querer reventar en su boca con forma de palabras de protesta. Y creció aún más, vivió aún más, y quebró en su camino hacia la adultez hasta darse cuenta de que lo que alguna vez fue su superpoder, en realidad siempre había sido un mecanismo de supervivencia y no se trataba de un don especial, sino de una necesidad adquirida; no inventada. Como una corteza que buscaba protegerla ya no de quienes le decían cómo vestir, sino de aquellos que transgredirían hasta sus ropas más envolventes para quitárselo todo; no sólo la ropa. Y el frenesí se convirtió en enojo y a su corteza la vistió de feminismo; abrazándolo como a quien se le extraña toda una vida y dejándose abrazar por éste para soltar las lágrimas sobre una ideología, un hombro cálido al fin, que le prometía un posible cambio. Una promesa de libertad. Una herramienta para darle sentido al frenesí que la hizo sentir corrompida desde niña cuando la corrupción realmente se encontraba en el sistema, la educación y la cultura. Una armadura para recibir de pie y con la cara en alto los sexismos que le llovían hasta en sus amistades más cercanas y su propia familia. Una fuerza para sentirse y decirse valiente y verdaderamente creérselo. Una comunidad de hermanas que le escucharan, comprendieran y cuidaran, haciéndole sentir por unos instantes que podía respirar en aquel feminismo a pesar de la cercanía con tantos casos de violencia y misoginia. Irónicamente sintió que podía respirar aún cuando su corazón lloraba más seguido de lo normal y su cabeza pesaba casi hasta explotar con tanta información de desapariciones y casos de abuso saliendo a la luz después de años. Pero aquel respiro era sólo una ilusión. Inhaló profundo y nunca pudo exhalar. Tras los años, la inhalación se hizo campamento en su garganta, oprimiéndole el pecho y la ansiedad sin dejarla exhalar. Simplemente conteniendo. Conteniéndolo todo, hasta que no hubo más que aceptar que moriría antes de poder exhalar. Aquella libertad jamás sería el privilegio de su generación y sólo le quedaba seguir conteniendo para apostarle a que las siguientes pudiesen por fin exhalar.

Nacer niña en México le enseñó que la libertad es una ilusión. Conforme siguió creciendo descubrió que incluso en aquel feminismo, podía tropezar entre sus grietas. Y por más que se esforzó en desmenuzar aquellas fallas e incongruencias para resignificar el chaleco salvavidas que le había marcado su vida con un antes y un después, se vio derrotada por la complejidad del joven movimiento y sus desenfrenadas ramificaciones ideológicas hasta que, con una opresión en el pecho, decidió meter el feminismo en un cajón. Pero se quedó con su furor; la convicción sobre estar defendiendo lo que nunca ha sido justo y debería de ser. Aprendió a cuestionar aún más de lo que hacía en su niñez. Aprendió a discernir entre lo que creía conocer y lo mucho que le faltaba por aprender. Se reconoció pequeña en su camino al infinito conocimiento y supo que su convicción siempre estaría rota, siempre tendría grietas también y eso estaba bien. Se reconoció como observadora y con esa capacidad entendió que lo que no estaba bien era caminar cegada por su furor, y que en lugar de ello debía abrazar aquel furor como una alerta para poner atención al camino y reconocer las grietas a tiempo para no tropezar con ellas. El balance entre explorar la evolución de sus limitaciones y el formar su propio criterio con cuidado para romper con las injustas normas preestablecidas, se asimilaba a su incapacidad por caminar tranquila fuera de casa. Nacer niña en México le enseñó aquel delicado balance para la supervivencia, porque todas y cada una de las veces que caminaba en la calle, su instinto de alerta estaba prendido sin falla. Era parte de ella. Voltear atrás cada cinco minutos para comprobar que no, no la estaban siguiendo, era parte de ella. Y a pesar de tenerlo tan normalizado porque era su día a día, jamás logró acostumbrarse a ello. Jamás dejó de acelerársele el corazón ante cualquier mínimo e insignificante indicio de peligro y sin darse mucha cuenta, fantaseaba con imaginar la vida fuera del país. Y cuando realmente se le presentó la oportunidad de salir, se sorprendió, sin sorprenderse tanto, de ver los mismos ojos abiertos e iluminados en cada una de las amigas y conocidas mujeres a las que les avisaba de su partida. Sin falla, vas a estar más segura, qué felicidad, era lo primero que le decían, con esos ojos abiertos, sin falla cada una. Y ella también lo creía. Una segunda promesa de libertad que le permitió volver a descansar pensando que finalmente podría exhalar.

Siempre supo que la libertad por definición es una ilusión, pero saberte limitada porque tu integridad e incluso tu vida penden del hilo de tu identidad de género o la propiedad de una vagina entre tus piernas, es vivir la libertad no sólo como un concepto ilusivo sino como una privación total al supuesto derecho a dejarse llevar por aquella ilusión. Y finalmente, cuando sus piernas transitaban las calles de aquella nueva tierra de promesa, su cuerpo seguía dominado por el instinto de supervivencia que le hacía siempre apresurar el paso y tomar las llaves fijas entre los dedos de su puño lista para reaccionar por su vida ante cualquier peligro que pudo haber provocado ese leve ruido detrás de ella. Y entonces volteaba y respiraba hondo al corroborar que sólo fue el crujir de un árbol contra el viento, o un niño corriendo cerca, un carro frenándose en el alto, un pitido del claxon y hasta el silbido de un pájaro. Se preguntaba así, si realmente salir de México había sido la respuesta. Y más allá de haberlo creído realmente, le gustó pensar que podría ser posible, que podría sentirse libre. Pero caminaba sola y aún se tenía que recordar constantemente: tranquila, respira, relájate… descansa. Y aunque la frecuencia y la forma de salir sí cambiaron, la guardia nunca bajó. El descanso nunca llegó. Su corazón continuaba acelerándose de vez en cuando y sus manos seguían buscando llaves, sus piernas ardiendo por los pasos apurados y sus oídos jugando a ser sordos estando bien abiertos.

Probó a hacer un experimento entonces, cuando diciéndole a su pareja que aún sentía miedo ésta parecía no comprender, pero ve a todas esas mujeres solas en las calles. Sí. Y no. Una cosa no significa la otra. Y a pesar de entender que vives un riesgo menor por las circunstancias que te rodean, si algo te enseña crecer en México siendo niña es que absolutamente ninguna está exenta. Una vez que haz crecido con la mezcla adecuada de miedo y dolor corriéndote las venas, no es tan fácil deshacerlo como hacerte una transfusión. Y aunque el miedo se transforme en alerta para vivir un poco más en control de tu ilusión de libertad, la opresión en el pecho persiste y es esa alerta la que echa raíces en tus venas y te acompaña toda tu vida. Como aquella vez en ese nuevo país que, en compañía de dos amigas no nacidas en México, se sorprendió del normalizado acuerdo silencioso entre las tres para cruzar la calle y cambiar de acera con la intención de evitar un detectado signo de alerta, por más mínimo. Se cuestionó entonces si estaban exagerando, pero al mismo tiempo se sintió tan aliviada de no haberles tenido que pedir esa acción y mucho más de no haber tenido que aguantar el aliento mientras pasaban por aquella acera que prefirieron evitar casi en automático. Ese alivio se esfumó cuando momentos después las tres apresuraron el paso al unísono tras escuchar los gritos agresivos que otro hombre les soltó sólo por verlas pasar. Verás, le explicaba a su pareja, cuando se tiene tanto por perder como la vida propia, no cabe lugar para la exageración, cualquier cosa que esté en tus manos hacer para sentirte tranquila, valdrá la pena por aquella persistente posibilidad de decisivo peligro. Alguna otra amiga suya, también en aquel nuevo lugar, le contó consternada que fue observada y hasta perseguida por un hombre en un auto que le hizo saber sus intenciones; súbete, mientras ella caminaba en plena luz de mediodía en un parque concurrido de una zona residencial. De nuevo, supo que tendría que seguir conteniéndolo todo y volver a aceptar que su vida no le daría para poder exhalar. Entonces, puso en marcha su experimento; salió a caminar con su pareja y le indicó en vivo cada detalle que pudiera prender una alarma en ella para estar atenta, prevenida, con el fin de compartirle poquito de su aprendida precaución. Ves ese señor aparentemente grabando con su celular? Ves aquel de allá observando desde su carro? Ves aquel que lleva rato caminando detrás nuestro? Ves aquel que se cambió a nuestra acera? Ves aquel que espera en la esquina y mira hacia acá? Ves aquella camioneta que casualmente se frenó al lado nuestro? Ves aquel camión con las puertas traseras bien abiertas, aparentemente para descargar o cargar? Ves como cada menos de 5 minutos te estoy señalando algo nuevo? Ves cómo te sorprende que sean tantos detalles porque no creciste estando programado para vivir en estado de alerta?

Aún cuando se encontraba en un ambiente seguro que le permitiera bajar la guardia, su preocupación se trasladaba al bienestar de todas sus hermanas y las hijas y las madres de tantas otras. ¿Cómo llegar a descansar mientras al menos alguna otra no pueda? ¿Cómo imaginar poder dejar de luchar por una misma y por todas y cada una de las demás? ¿Cómo bajar la guardia? ¿Cómo poder exhalar? No había más que contener su frenesí, su superpoder adquirido desde niña. Y seguir conteniendo porque incluso nacer niña en cualquier parte del mundo también implica crecer bajo una sombra de sexismo en distintas intensidades, porque crecer niña en México le moldeó su desarrollo de alarma a tal forma que otrxs consideran excesiva y le enseñó sobre niveles casi insostenibles de impotencia. Día con día era testigo de más y más notas de desapariciones forzadas, de robos de identidad para la distribución y/o comercialización del cuerpo ajeno como producto, de rupturas de confianza con la distribución de fotografías íntimas, de masculinidades que se hacen llamar amistades para cruzar líneas de respeto y actuar/tocar sin consentimiento, de manipulaciones psicológicas en relaciones de supuesto amor para conseguir beneficios a costa de la dignidad del otrx, de ejercicios de poder sobre las identidades y sexualidades que no encajan en la heteronormatividad, de más y más historias de casos de abuso sexual, casos de desprestigio y desigualdad laboral por género, casos de violencia económica, de todo en daño y nada en reparación, de un México herido y su cultura violenta hasta en la comedia. Y tal como lo presintió, aquella niña rebelde jamás pudo exhalar. Desempolvó su feminismo del cajón abandonado y lo abrazó con ternura, agradeciéndole lo que hizo por ella, y lo volvió a guardar pero sin llave esta vez. Porque siempre sería parte de ella, como México, a pesar de sus tantas grietas. Porque en el fondo siempre sentiría ambos dolor y calor en su pecho por llamarse feminista y alzar la voz con su bandera. Porque la necesitada creación del movimiento le demostró que no importa donde esté, México siempre le dolerá, y ella siempre contendrá.

Si llegaste hasta aquí, gracias por leer ❤

G.